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El largo camino recorrido por Chema Peralta a través de la pintura ha sido percibido por muchos como un viaje sin retorno a los reservados dominios de la belleza. Sus primeros cuadros recordados están cargados de simbolismos, de encrucijadas solitarias bañadas por la luz de la luna, de personajes sonámbulos que pasean sus sueños por paisajes ondulantes, ... y un pandemónium de geniecillos, unicornios, naves siderales, tótems del progreso, que surgen de la noche bajo un manto de estrellas. El mundo exterior --la naturaleza--, la realidad, es a la vez llamada, cuestionamiento y seducción.

En su exigencia de exactitud y rigor --coartada de su búsqueda de verdad y belleza--, Chema abandona los territorios abiertos, cambia de lente y su atención la dirige al ámbito más cercano, a lo al alcance de la mano. Reduce el campo de acción de su mirada para aprehender del humilde objeto un retazo de divinidad. Aparece entonces en la obra de Peralta el bodegón, que es en él hallazgo de delicado equilibrio, tal vez quimérico, y expresión de una visión panteísta del mundo.

En los bodegones, que elabora durante más de un lustro, especialmente en los de la primera hornada, aun su irreductible singularidad, percibimos el aroma de viejos maestros: Zurbarán, Sánchez Cotán. De composición vagamente teatral, con fondos de color que recuerdan los bastidores pintados de un proscenio, se alza el complejo entramado de hilos, poleas y pesos que sujetan, ordenan y relacionan, en precario equilibrio, aviones de papel, búcaros, hojas de roble, panes, frutas, etc., todo ello invadido de una hiriente luz de mediodía a veces, a veces de una penumbra transparente de poniente, procurando al conjunto de la composición una sensación de tembloroso sosiego, de tremor emocionante. De esta época es mi bodegón favorito: una suerte de 'crucifixión zurbaranesca', en la que un ingrávido avión de papel queda atrapado e inerme entre un ramaje desnudo y seco. (Sin título, 1999, acrílico sobre tela, 65 x 65 cm.)

Poco a poco va incorporando a sus bodegones elementos incautados de su imaginario particular: ánforas y yelmos homéricos, figuras de hoplitas..., que pone en relación con reconocibles esculturas de artistas contemporáneos y otros signos y objetos del construccionismo pop. Con este bagaje pinta una nueva serie de bodegones de leve intención culturalista y de tenue pero corrosivo humor. Hace uso de una mayor variedad cromática, y si en los anteriores bodegones predominaba el movimiento, aquí prima la pereza, el sueño de unos objetos humanizados. En una siguiente vuelta de tuerca, sus bodegones se esencializan y el silencio se apodera definitivamente del espacio. Todo queda expresado en cuatro naranjas reunidas en un cesto al que ciñe una luz cenital, inmerso todo en una rigurosa economía cromática.

Como apoyados los objetos en el alféizar de un ventanal abierto al mundo, al paisaje, son los bodegones de transición de esta nueva hora. Por fin de nuevo el aire, la atmósfera transparente; en primer plano las frutas apoyadas en el corte del muro, a continuación, los campos roturados, detrás, el bosque, y en un último plano, silenciosas y lejanas montañas coronadas de impávidos cielos. Hacia estas cumbres inhóspitas y deshabitadas es hacia donde Peralta ha decidido dirigir sus pasos y su mirada en los últimos años.

[R. N.]