Exposición en Palma, Baleares, España

Rumor del mundo: del informalismo a las nuevas abstracciones, 1950-2010

Dónde:
Es Baluard Museu d'Art Contemporani de Palma / Pl. Porta de Santa Catalina, 10 / Palma, Baleares, España
Cuándo:
17 sep de 2010 - 30 ene de 2011
Inauguración:
17 sep de 2010
Comisariada por:
Descripción de la Exposición
Rumor del mundo: del informalismo a las nuevas abstracciones, 1950-2010 , es una nueva edición de Miradas a la colección de Es Baluard , la serie que inició Paisajes cruzados , exposición comisariada por Cristina Ros, directora de Es Baluard, e inaugurada el 17 de septiembre de 2009, coincidiendo también con la Nit de l Art. Artistas: Erwin Bechtold, José Manuel Broto, Miguel Ángel Campano, Ramon Canet, Lawrence Carroll, Helmut Dorner, Frank El Punto, Ñaco Fabré, Jean Fautrier, Luis Feito, Günter Förg, Sam Francis, Ferran García Sevilla, Xavier Grau, José Guerrero, Hans Hartung, Manuel Hernández Mompó, Yves Klein, Imi Knoebel, Lluís Lleó, Manuel Mampaso, Georges Mathieu, Manolo Millares, Jürgen Partenheimer, Serge Poliakoff, Juli Ramis, Jean Paul Riopelle, José María Sicilia, Nicolas de Staël, Antoni Tàpies, Rafael Tur Costa, Juan Uslé, Emilio Vedova, Wols, Peter Zimmerman.

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'Miradas a la colección de Es Baluard' es una serie ... de exposiciones que, con sus respectivas publicaciones, recoge la diversidad de lecturas que permite la colección de todo museo. Iniciada en 2009 con 'Paisajes cruzados', en este 2010 tiene continuidad con 'Rumor del mundo: del informalismo a las nuevas abstracciones, 1950-2010', a cargo de Juan Manuel Bonet. Se trata de una mirada a la pintura y, concretamente, a la pintura abstracta que, en cierta medida, predomina en la colección de Es Baluard. Aun así, en el análisis de Bonet se remarca la conjunción de dos épocas que actúan como espejo una de la otra. Bonet habla de 'continuidad de intereses y de preocupaciones' entre la generación que, en los años 50, realizó la revolución abstracta en España y de los artistas que en aquellos años llegaron del extranjero para acentuar o servir de referente al informalismo que se dio en nuestro país, para darles 'continuidad' en los años 80 con otra generación que derivará hasta las nuevas abstracciones actuales.

 

La de Juan Manuel Bonet es una mirada lanzada desde las Illes Balears, cuya particularidad es una de las misiones de Es Baluard, y por ello se explica la presencia, entre los artistas de mediados del siglo XX, de pintores como Frank El Punto, Hans Hartung, Manuel H. Mompó, Wols o Edwin Bechtold, entre otros que se establecieron en nuestras islas, sobre todo en Eivissa, para contribuir a una apertura artística que llevaría al arte español a sincronizar con las tendencias que se daban en las principales ciudades del mundo occidental. También se destaca la presencia de artistas como Jean Fautrier, Nicolas de Staël o Serge Poliakoff, cuya estrecha relación con pintores como el mallorquín Juli Ramis sin duda dejó huella. Y ello por no hablar de la generación siguiente, la de los ?80?s y derivas? -recordemos la exposición que, con este título, organizó Es Baluard en 2008-, en la que se hallan, entre los artistas que siguen una abstracción pictórica de técnica más tradicional y los que investigan nuevos soportes y materias, pintores de orígenes diversos con otros que son de las Islas o que están muy vinculados a ellas, como José Manuel Broto, Miguel Ángel Campano, Ramon Canet, Ñaco Fabré, Ferran García Sevilla, Xavier Grau, Lluís Lleó o José María Sicilia.

 

SINOPSIS 1

 

Esta exposición responde a una propuesta de lectura de una colección, la de Es Baluard, el museo palmesano que como su nombre indica está instalado en un antiguo fortín.

 

Inicialmente me tentaba mucho comenzar esa lectura con cuadros simbolistas, visiones de la propia Palma y de su bahía, firmadas por Antoni Gelabert y el belga William Degouve de Nunques. También tenía la firme intención de incluir en ella una obra que para mí es un pequeño talismán, el mural ultraísta de Valldemossa de Norah Borges, a la que llegué a entrevistar en Buenos Aires, en 1990. Sin embargo, la colección, según avanza el siglo, no es tan rica en obras inscritas en la tradición figurativa, y resultaba complicado ligar esa selección inicial con lo que constituye el grueso de los fondos de la pinacoteca palmesana. Así que, finalmente, he preferido, bajo el título «Rumor del mundo», enfocar el asunto por el lado de la abstracción, muy bien representada en Es Baluard, y más concretamente, de aquello que liga las abstracciones fifties, y las eighties, hasta llegar a los rumbos actuales, a esas nuevas abstracciones que entre nosotros ha teorizado precisamente un poeta y crítico mallorquín, Enrique Juncosa.

 

Si en los años cincuenta coexistieron abstracciones frías relativamente minoritarias - las que en París enseñaba Denise René-, y otras mucho más visibles y puestas bajo el signo de lo expresionista, parecida coexistencia se produciría en la escena de finales de siglo. Por lo demás, son numerosos los casos de pintores de los años ochenta que han reivindicado el ejemplo de sus predecesores de los cincuenta. Ello es especialmente cierto en el caso español, donde se citarán numerosos ejemplos concretos de ese trasvase de un legado, de esa continuidad de intereses y preocupaciones.

 

Un común denominador para los españoles de ambas generaciones, fue, sí, el interés por las propuestas europeas y norteamericanas de la inmediata posguerra. La admiración que los Tàpies, los Saura o los Millares tenían por los artistas del art autre o del action painting -movimiento este último en el que, como enseguida se explicará, militó José Guerrero-, cristalizó en torno a ciertas exposiciones, destacando las escalas de dos de pintura norteamericana organizadas por el MoMA («El arte moderno en los Estados Unidos», Palau de la Virreina y Museo de Arte Moderno, Barcelona, 1955, en el marco de la Tercera Bienal Hispanoamericana, y «La nueva pintura americana», Museo de Arte Contemporáneo, Madrid, 1958), y la muestra «Otro arte» (Sala Gaspar, Barcelona, y Museo de Arte Contemporáneo, Madrid, 1957) -mencionemos también el libro de Juan-Eduardo Cirlot El arte otro (1957), publicado por Seix Barral, y el hecho de que la escala madrileña la gestionaron los de El Paso-, y algo más tardíamente «USA Arte actual Colección Johnson», Casón del Buen Retiro, Madrid, 1964, con catálogo prologado por Fernando Zóbel. Esa admiración fue renovada por los Broto y los Campano. Rothko, concretamente, fue un talismán indiscutible tanto para los unos como para los otros, y es significativo en ese sentido que le tributaran homenajes un Manuel Viola y, mucho más tarde, un Nacho Criado. En el caso de Motherwell, los de El Paso se fijaron sobre todo en sus aquí prohibidas Elegías republicanas y (vía Harold Rosenberg) lorquianas, tan próximas, desde el punto de vista cromático, y también desde el de los contenidos, a sus propias preocupaciones. En cambio los de los ochenta, que tuvimos la suerte de compartir unos días de 1980 con el norteamericano cuando la Fundación Juan March le dedicó, en su sede madrileña, una retrospectiva, nos fijamos sobre todo en sus Open, quedando también deslumbrados, seis años después, cuando la Sala Pelaires y el Solleric expusieron en Palma su obra de aquel momento, destacando su serie eliotiana en torno a los «Hollow Men». Tanto este pintor, el más afrancesado de los norteamericanos, del cual Es Baluard posee un collage de 1966, como «impresionistas abstractos» como Sam Francis -del cual enseguida se hablará aquí-, Helen Frankenthaler o Joan Mitchell, conocieron en nuestros ochenta una boga en parte «importada» de la Francia pleynetiana, y mucho mayor de la que habían conocido en los cincuenta. En los ochenta se apreciaban en ellos cosas que en su momento habían sido consideradas menos relevantes, por ejemplo el modo que los dos últimos tenían de releer la herencia del último Monet, tan reivindicado por cierto por Clement Greenberg. Aunque en la pintura-pintura se mezclaban inicialmente otros «ingredientes» (el marxismo, el sicoanálisis), y aunque para sus cultivadores también contó lo suyo la poética minimalista, a la postre lo que terminó prevaleciendo fue una relectura del action painting, de la abstracción de lo sublime, del referido «impresionismo abstracto». Menor impacto tuvo, en nuestros eighties, la tradición europea, y sin embargo esta también contó. Por ejemplo, para Miquel Barceló, que a la hora de hablar de sus años de formación, siempre ha mencionado su descubrimiento, en el París de 1974, y gracias a la muestra «Jean Paulhan à travers ses peintres», celebrada en el Grand Palais, de obras como las de Jean Dubuffet, Jean Fautrier, Paul Klee, Henri Michaux o Wols, con varios de los cuales vamos a encontrarnos en la presente exposición, y en el presente texto, como nos encontraremos con Pollock, Tàpies y otros nombres también aducidos por el de Felanitx, cuando se ha referido a su prehistoria.

 

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Por su vinculación temprana (1934) con Mallorca -donde lo conoció fugazmente Juli Ramis, del cual enseguida se hablará- e Eivissa, islas modernas y que a lo largo de las primeras décadas del siglo XX atrajeron a tantos forasteros, y entre ellos a tantos artistas, un buen arranque del presente recorrido puede ser este creador al cual acabo de mencionar a propósito del interés que por él siente Barceló: Wols (seudónimo de Alfredo Otto Wolfgang Schultze, Berlín, 1913 - París, 1951), pintor, fotógrafo y poeta alemán de vida tan breve como fulgurante. Wols, que llegó a París en 1932, y que adoptó su seudónimo en 1937, fue en gran medida un heredero de Paul Klee, un hermano espiritual de Henri Michaux, de Camille Bryen, de Mark Tobey, del argentino Xul Solar, y en general de todos los cultivadores de kleine Welte, de «pequeños mundos», por emplear un feliz término kandinskyano a propósito del trabajo kleeiano. Aunque ya en los años treinta Wols se había relacionado con algunos de los principales artistas de vanguardia que, llegados de muchos lugares de Europa y del mundo, seguían haciendo de París la capital mundial del arte -un papel que pronto le iba a ser arrebatado por Nueva York-, no fue hasta los años de la Segunda Guerra Mundial, que pasó malviviendo en el Midi, cuando cuajó su poética.

 

El primero en detectar su talento fue, por aquella época, el escritor Henri-Pierre Roché, que en la época de Dadá Nueva York había pertenecido al círculo de Marcel Duchamp. Con el citado Bryen, y con el brasileño Antonio Bandeira, Wols integró, en 1949, el grupo Banbryols. Quien cuatro años antes había lanzado a Wols había sido el gran galerista René Drouin, asesorado entonces por Michel Tapié, el futuro teórico del art autre. René Drouin también expuso al citado Michaux y a su amigo Pierre Bettencourt, así como al propio Kandinsky (con carácter póstumo), a Paul Delvaux, a Jean Dubuffet, a Max Ernst, a Jean Fautrier, a Alberto Magnelli, a Maria Martins, a Georges Mathieu, a Roberto Matta, a Anton Pevsner, a Francis Picabia o, años después, a Modest Cuixart; de dos de estos artistas, Fautrier y Mathieu, se hablará enseguida aquí. Esta preciosísima acuarela wolsiana de 1940, de veinticinco centímetros de alto por treinta y dos de ancho, es misteriosa, e invita a perderse en ella como por un intrincado laberinto.

 

Otro alemán, Hans Hartung (Leipzig, 1904 - Antibes, 1989), es considerado como uno de los pioneros absolutos de la abstracción, debido a algunas pequeñas acuarelas -de nuevo esta técnica humilde, que un tercer alemán ya mencionado, Julius Bissier, practicó también con talento- pintadas a comienzos de los años veinte, todavía en su ciudad natal: una suerte de eslabón entre Kandinsky y la abstraction lyrique. Hay que recordar, por lo demás, la vinculación de Hartung con las Illes Balears: entre 1932 y 1935 él y su mujer, la noruega y también pintora Anna-Eva Bergman, residieron en Menorca, donde se construyeron una casa solitaria y racionalista, hoy desaparecida, y donde aquella estancia de ambos sigue siendo recordada como un momento significativo, en el alba de la modernidad. Durante la segunda mitad de los años treinta Hartung había trabajado en clave geométrica, codeándose, en un París en plena ebullición, con los principales artistas de ese signo, algo que documentan de un modo muy gráfico sus agendas. Ya en la posguerra, participó en la aventura de la abstraction lyrique. En 1961 celebró una individual en el Ateneo de Madrid, la sala entonces más al día de cuantas funcionaban en España, ya fueran privadas, ya fueran públicas, como era este el caso; individual que luego se presentó en la Sala Liceo del Círculo de la Amistad de Córdoba. En años sucesivos se volvería a ver la obra hartunguiana tanto en Madrid, gracias a Juana Mordó, como Barcelona, gracias a René Métras. Por aquel entonces el matrimonio Hartung frecuentó la localidad almeriense de Carboneras, al igual que lo hicieron Antonio Asís, Julio Le Parc, Jesús Rafael Soto y otros cinéticos latinoamericanos con base en París. De pequeño formato, pero muy potente, por el lado gestual, es el cartón en blanco y negro, de 1975, que aquí representa al germano-francés, cultivador de una sutil abstracción lírica en la cual lo gráfico y lo caligráfico tienen siempre gran importancia.

 

Entre los pintores franceses que a finales de los años cuarenta estuvieron en estrecho contacto con Wols, sigue en la brecha Georges Mathieu (Boulogne-sur-Mer, 1921), un personaje con un punto daliniano y provocador, monarquismo militante y polémicas con Breton incluidos. El papel de 1956 que aquí lo representa constituye un buen ejemplo de su arte tachiste, es decir, literalmente, «manchista», inteligentemente teorizado en Au-delà du tachisme (1963) y otros libros, y elogiado, entre otros, por Tapié -gran admirador también por cierto de Dalí-, por Julien Alvard y por André Malraux, que en fórmula certera calificó al pintor de «premier calligraphe occidental». Mathieu, agitador infatigable cuyo papel en la génesis de la abstraction lyrique fue clave, estuvo entre los primeros europeos que supieron de las búsquedas paralelas norteamericanas. De él existen muchas fotografías, y también algunas películas y algunos programas de televisión, en los cuales se le ve entregado, con aire de espadachín, a la batalla del cuadro; de cuadros que a menudo son alegorías de batallas y como tales de gran formato -La bataille de Bouvines (1954) mide dos metros y medio de alto por seis de ancho, y La bataille de Hastings (1956) dos por cinco, y La bataille de Hakata (1957), dos por ocho, y La Bataille de Lepante (1959) dos por seis-, y de ejecución veloz, y convertida en ocasiones en un espectáculo, en una performance, con música incluida, hasta el punto de que en alguna ocasión el cuadro resultante, era lo de menos, y terminaba siendo destruido. Pero Mathieu, como lo prueba el papel aquí expuesto, no desdeñó el pequeño formato, y así entre sus exposiciones encontramos una, en 1961, en la Galerie Jacques Dubourg de París, titulada «Petites improvisations». Importante indicar el interés del francés por Japón -su primer viaje allá tuvo lugar en 1957-, y de los artistas y del público japonés por su pintura. En 1960 expuso él también en el Ateneo de Madrid; entre quienes acudieron a la cita, cabe mencionar a Manolo Millares, y a Manuel Viola, el segundo de los cuales, también todo un personaje, conocía al francés por haber coincidido con él en el París de los inicios de la abstraction lyrique.

 

Con una dilatada prehistoria figurativa y expresionista a sus espaldas, iniciada en el Londres anterior a la Primera Guerra Mundial, donde estudió con Walter Sickert, Jean Fautrier (París, 1898 - Châtenay-Malabry, 1964), tan conectado con los escritores franceses de su tiempo -entre ellos, con Georges Bataille y con Jean Paulhan-, comenzó a cuajar como pintor durante los sombríos años de la Ocupación alemana de su país, que le inspiró la impresionante serie de los «Otages», «los rehenes», mostrada en 1946 por René Drouin, que con tal motivo publicó un catálogo prologado por el poeta Francis Ponge. El luminoso papel sígnico de 1960 que aquí lo representa es característico de su período final, durante el cual trabajó, con resultados de una extraordinaria belleza, en el campo de la materia y lo informal. Fautrier, muy apreciado por Carlos Antonio Areán -que consideraba que en algunos aspectos se le había anticipado nuestro Pancho Cossío-, celebró por aquel entonces, concretamente en 1963, una individual madrileña, también en el Ateneo. Unos años antes, él y Michaux habían sido dos de los faros del Gordillo de París.

 

Nicolas de Staël (San Petersburgo, 1914 - Antibes, 1955), nacido en Rusia en el seno de una familia de remotos orígenes franceses, y dentro de cuya producción de 1935 - una época en que estaba muy influido por el arte bizantino- cabe mencionar algunas acuarelas mallorquinas, fue otro de los grandes pintores del París de la posguerra, aureolado además por el malditismo, debido a su suicidio a los cuarenta y un años de edad, en la villa costera sureña donde residía. Este sombrío y austero papel de 1949 nos habla de su contribución a las búsquedas abstractas del París de la inmediata posguerra -en la preguerra, había pasado por la academia de Fernand Léger, y durante la propia contienda, había frecuentado, en el Midi, a Hans Arp y a los Delaunay-, desde las cuales durante los dos últimos años de su vida regresaría a una peculiar e intensa figuración (marinas, orquestas, partidos de fútbol), fuertemente construida, e incendiadamente luminosa, que es a la que debe su justa fama internacional.

 

Ruso él también, Serge Poliakoff (Moscú, 1900 - París, 1969) llegó a París en 1923, ganándose la vida con distintos oficios, entre ellos el de guitarrista de cabaret: novela de la Rusia emigrante. Parte de los años treinta los pasó en Londres. No fue sino tras la Segunda Guerra Mundial cuando, de nuevo en París -donde entre quienes guiaron sus pasos hay que mencionar a los Delaunay nuevamente, a Otto Freundlich, a Kandinsky-, este solitario alcanzó su madurez. Sus pinturas, armoniosas, esenciales, intensas, repetitivas, construidas y a la vez basadas en la intuición, y de una enorme intensidad y luminosidad cromáticas, son de lo más hondo de aquel período francés y europeo, como puede comprobarse ante este potente gouache titulado Composición azul, rojo y blanco (1960). Del tumulto al silencio: así definía el propio pintor -que paralelamente a su trabajo en el ámbito del lienzo realizó una notable obra litográfica-, su proceso de trabajo, en el cual le influyeron mucho la cultura tradicional de su país natal -especialmente, los iconos-, el arte de la vidriera, y por supuesto pioneros como los ya mencionados, y otros como Braque o Mondrian.

 

Entre 1950 y 1961, Sam Francis (San Mateo, California, 1923 - Santa Monica, California, 1994), uno de los grandes nombres de la gran generación norteamericana que reinventó la pintura en base a la idea de un expresionismo abstracto, residió en París. Al comienzo de su estancia en la capital francesa pasó brevemente por la academia de Léger, cuyas enseñanzas le dejaron poca huella. De entonces data su interés por el ciclo de las «Nymphéas», en el cual Monet se había anticipado al tipo de espacio abierto tan característico de la abstracción de allende el Atlántico. «Hago Monet tardío en puro», decía el californiano por aquel entonces. Importantes fueron también para él la pintura de Cézanne, Van Gogh, Matisse o Bonnard. Tapié se fijó en su trabajo, pero también lo hicieron Julien Alvard, Georges Duthuit -el yerno precisamente de Matisse, y pionero historiador del movimiento fauve-, y el asimismo matissiano Pierre Schneider, colaborador de Duthuit. Absolutamente extraordinarios la mayoría de los cuadros de Sam Francis de aquel entonces, de una riqueza cromática y una fluidez espacial verdaderamente únicas: casi como si fueran acuarelas con vocación de murales. En 1996 la Galerie Nationale du Jeu de Paume, de París, recapitulaba aquellos años seminales en su muestra «Sam Francis: Les années parisiennes: 1950-1961». En su catálogo se documentan amistades como las que acabo de referir, y algunas otras: Samuel Beckett, Alberto Giacometti, André Masson, Bram van Velde...; también, en 1952 un viaje a España que lo llevaría hasta Eivissa. Japón fue un país donde pronto encontró un enorme eco Sam Francis, que trató a los miembros de Gutai, cuya tercera esposa fue japonesa, y que llegó a tener un estudio allá. La suya en los años sesenta fue una poética de lo esencial. Capacidad del pintor para darle protagonismo al vacío, al blanco, que en ocasiones ocupan casi toda la superficie del lienzo o del papel, quedando el pigmento relegado a sus bordes. El acrílico sobre papel, de formato modesto, de 1981, y con mucho dripping, que lo representa aquí, pertenece a un período más complejo y barroco de su trabajo. Trabajo que uno recuerda haber ido siguiendo -con nostalgia de la producción fifties- en París, en una galería ejemplar, la del inteligentísimo Jean Fournier, que también enseñaba el trabajo de James Bishop, Jean Degottex, Simon Hantaï, Shirley Jaffe, Joan Mitchell o Jean-Paul Riopelle -el siguiente pintor del cual se va a hablar aquí-, así como el de Claude Viallat y otros de los protagonistas de la peinture-peinture: excelente ejemplo de cómo se engarzan las dos generaciones evocadas en «Rumor del mundo».

 

Canadiense siempre a caballo entre el Nuevo y el Viejo Mundo, Jean-Paul Riopelle (Montreal, 1923 - Quebec, 2002), representado aquí por un pequeño y prieto papel de 1965, fue discípulo de su compatriota el «automatista» Paul-Émile Borduas, que le enseñó a transitar del surrealismo al expresionismo abstracto. Riopelle residió largos años en París, a donde llegó en 1946, y donde en 1947, además de participar en la Exposition Internationale du Surréalisme comisariada por André Breton -con el cual estaba entonces en estrecho contacto- para la Galerie Maeght, organizó, en la Galerie du Luxembourg, «Automatisme», una colectiva de esa tendencia canadiense, con Fernand Leduc, otro compatriota transplantado a la capital francesa, donde sigue residiendo hoy a sus noventa y cuatro años, y donde uno lo visitó hace ya una veintena. En 1957, un cuadro suyo se vio en Barcelona y Madrid, en la citada colectiva «Otro arte», en la cual participaban además, entre otros, Bryen, Alberto Burri, De Kooning, Fautrier, Feito, Mathieu, Millares, Pollock, Saura, Tàpies, Tobey y Wols. De aquel período, durante el cual su obra mereció ella también la atención crítica de Duthuit y de Pierre Schneider, datan sus cuadros más extraordinarios, generalmente de gran formato -tres metros de alto por cinco y medio de ancho mide Pavane, reproducido en el catálogo de su individual en la Galerie Rive Droite de París, en 1955, con texto precisamente de Duthuit-, y que tienen siempre algo de paisajes abstractos postmonetianos, algo que vienen a subrayar sus títulos, entre los cuales me acuerdo ahora de uno singular, de 1954: Forêt sans titre. Gran amigo de Sam Francis desde 1951, entre 1955 y 1979 el canadiense compartió su vida con la norteamericana Joan Mitchell, que le había sido presentada por el primero, y que al llegar a París ya era una de las principales cultivadoras del «impresionismo abstracto», por emplear el término crítico forjado por Elaine De Kooning. Junto a los textos críticos sobre la obra del canadiense, leer, en sus Collected Poems póstumos, donde hay tantas referencias españolas -incluido el título de un libro del Cirlot crítico de arte-, la composición que Frank O?Hara le dedicó en 1963, y que se publicó aquel mismo año en el catálogo de una de sus individuales en la Pierre Matisse Gallery de Nueva York. (Pierre Matisse, hijo de Henri, hermano de Madeleine Duthuit, y al cual por mi parte conocería fugazmente en el Madrid de antes de la Transición: de nuevo la alargada sombra del autor de La danse, que también reencontraremos, sobre todo vía Guerrero, en la España de los ochenta.) Representante en solitario, en la presente exposición, del arte italiano, Emilio Vedova (Venecia, 1919-2006) fue objeto, en 1961, de una individual, en el está visto que entonces inevitable Ateneo de Madrid, individual que se vería también en la Sala Gaspar de Barcelona y en la Sala Liceo del Círculo de la Amistad de Córdoba. Aquel mismo año Vicente Aguilera Cerni publicó en Papeles de Son Armadans, la revista palmesana de Camilo José Cela, un artículo significativamente titulado «Emilio Vedova, pintor español». En 1961, el pintor colaboró, al igual que su amigo el escultor siciliano Pietro Consagra, en el número monográfico de esa publicación, en torno al gran Ángel Ferrant, que con sus piezas en hierro había sido uno de los triunfadores en la Bienal de Venecia del año anterior. En 1962 Vedova fue objeto de otro monográfico de la misma publicación, en el cual escribían Consagra nuevamente, el compositor Bruno Maderna, el poeta brasileño Murilo Mendes, André Pieyre de Mandiargues, Edoardo Sanguinetti, Tàpies, y una serie de historiadores y críticos de arte, italianos muchos de ellos. El papel de 1978 que aquí lo representa constituye un buen ejemplo del arte vehemente, torrencial y muy «de acción» de quien siempre mantuvo una actitud políticamente comprometida, y reivindicó, entre nuestros pintores, a El Greco y a Goya, como en los inicios de su carrera había reivindicado a Tintoretto y otros maestros de antaño de su ciudad, que como es bien sabido es la ciudad por excelencia de la pintura. Por todas estas razones, y por la importancia que en su obra tienen el negro, el blanco y el rojo, uno, un poco en la estela del citado artículo de Aguilera Cerni, ha considerado siempre a Vedova como una especie de miembro exterior del grupo El Paso. No fue, por lo demás, Vedova, el único italiano que por aquellos años estuvo conectado con nuestra escena, y en ese sentido hay que recordar el interés de nuestros artistas por Burri, y sobre todo por Lucio Fontana y su espacialismo.

 

Francés de vida meteórica y legendaria, Yves Klein (Niza, 1928 - París, 1962), antes de convertirse en la principal figura del nouveau réalisme, pasó parte de los años 1954 y 1955 en Madrid, donde fue profesor de judo -en el París de 1954 había publicado un manual de esa materia-, y donde editó, en ciento cincuenta ejemplares numerados, un libro de artista donde iniciaba su evolución hacia el monocromo. De todos los nouveaux réalistes, este infatigable activista y experimentador, que estuvo en estrecho contacto con el grupo Zero alemán y con el Movimento Nucleare italiano, fue el único que no sacrificó al culto al objeto y a la mercancía -recordemos, por ese lado, las acumulaciones de Arman o las topografías y los inventarios de Daniel Spoerri-, sino que por el contrario, se afianzó en una poética del vacío, del monocromo -en 1960 celebró en la Galerie Rive Droite, ya citada a propósito de Riopelle, su individual así titulada, «Monochrome»-, del fuego, de la lluvia, del cuerpo, de músicas monótonas, de una acción fulgurante y nihilista. Poética de la cual los cuadros -aquí, la pequeña tabla titulada F 118 (1961)- venían a ser en cierto modo reliquias. Todo ello explica que con el paso de los años, más que a los partidarios de la pintura, el caso Klein haya interesado sobre todo a los del concepto, que lo han convertido en uno de sus profetas, junto a Marcel Duchamp, Piero Manzoni -en cuya revista milanesa Azimut colaboró-, Joseph Beuys o Marcel Broodthaers.

 

Significativo fue, por ejemplo, que Harald Szeeman, en 1969, lo incluyera a título póstumo en su magna exposición-manifiesto When Attitudes Become Form, que tras celebrarse en Berna, conoció una versión londinense, en el ICA, versión que en aquel momento impactó al firmante de estas líneas, que a la postre no iba a persistir en esas aguas.

 

Respecto del conjunto de obras de la posguerra española aquí reunido, un buen comienzo puede ser la Abstracción cubista, de 1953, de Juli Ramis (Sóller, 1910 - Palma de Mallorca, 1990), pintor cuyo centenario se celebró este mismo año, y precisamente con una muestra en Es Baluard, en la cual se subrayaban sus diálogos con algunos de los seniors a los cuales trató, y que están representados en la colección de Es Baluard: Fautrier, Wifredo Lam, Miró, Picasso, Poliakoff, Nicolas de Staël y Wols, entre otros. Con un dilatado pasado moderno a sus espaldas, que incluyó sucesivas estancias de preguerra en Barcelona, París y Madrid, y la asimilación del cubismo y del arte de Henri Matisse, Ramis se convirtió, en la posguerra, que pasó en la cosmopolita Tánger, en uno de los adelantados de nuestra abstracción. Sobre ese período de su trabajo, en el cual se aprecia la influencia de Miró y Kandinsky, un documento interesante lo constituye el Cuaderno de Arte que la madrileña Librería-Galería Clan, de Tomás Seral, editó en 1951 con motivo de su exposición en ella, cuaderno cuyo prólogo firma el escritor y compositor norteamericano Paul Bowles, otro que eligió Tánger como su lugar de residencia.

 

Abstracción cubista aguanta la comparación con las obras aquí enseñadas de Nicolas de Staël o de Poliakoff, participando como ellas de un clima híbrido, ya que también aquí opera un cruce entre construcción, e intuición, algo que entre nosotros practicarían también los miembros del grupo zaragozano Pórtico, así como Pablo Palazuelo.

 

Antoni Tàpies (Barcelona, 1923) es indiscutiblemente el pintor más importante de nuestra generación abstracta. Dadá y surrealismo -incluido el de su muy admirado Joan Miró, al cual frecuentó desde la década de los cuarenta- constituyeron dos referencias fundamentales para él en sus años mozos, como sucedió en el caso del resto de los redactores de la revista Dau al Set, que algunos pintores y poetas comenzaron a publicar en 1948. Ya antes de la guerra civil, en el umbral de la adolescencia le había deslumbrado el número sobre arte moderno de D?Ací i d?Allà, una realización de Joan Prats por ADLAN, y de Josep-Lluís Sert por el GATCPAC, y cuyo colaborar más excepcional había sido precisamente Miró. Tras practicar, como Modest Cuixart o Joan Ponç, un arte que Juan-Eduardo Cirlot calificaría de magicista, Tàpies evolucionó luego hacia el expresionismo abstracto. Sus primeras pinturas dentro de esa nueva poética las enseñó aquí en 1955, en la Bienal Hispanoamericana de Barcelona, ya citada a propósito de una colectiva del MoMA, y tercera y última de estas convocatorias oficiales que contribuyeron decisivamente a la transformación de nuestro paisaje artístico. Si su primera galerista neoyorquina fue Martha Jackson, gracias a la cual a partir de 1953 había conocido a la plana mayor de la nueva pintura norteamericana, y si en Barcelona se ocupó de su obra la Sala Gaspar, en París la primera individual del barcelonés la organizó, en 1956, el ya varias veces citado Tapié -casi un homónimo-, entonces asesor de Stadler, de donde el pintor pasaría luego a Maeght. El austero y silencioso Paper estripat amb x (1956), obra de pequeñas dimensiones, pero de gran intensidad expresiva, pertenece al momento de la definitiva consolidación del idioma tapiesco. Un idioma hecho de concentración, de gravedad, de memoria, de silencio, de reflexión sobre las paredes y sobre los graffiti que las animan, sobre el mundo del objeto, sobre signos universales como esa equis aludida en el título, y que en lo sucesivo tantas veces reaparecería en su obra... Un idioma cuya traducción a palabras tentó y sigue tentando a muchos poetas y críticos, algo que lograron de un modo especialmente emocionante, a mi modo de ver, y cada cual a su manera, dos de los compañeros del pintor de los tiempos de Dau al Set: un poeta-crítico, el antes citado Cirlot, y un poeta creador de poemas visuales y objetos, Joan Brossa, ambos presentes, en 1960, en el número monográfico tapiesco de Papeles de Son Armadans.

 

Manolo Millares (Las Palmas de Gran Canaria, 1926 - Madrid, 1972) había nacido en una familia de intelectuales que sufrió grandemente debido al drama de la guerra civil. En la inmediata posguerra, todavía en su ciudad natal, tras practicar la acuarela en clave figurativa, atravesó por una brevísima fase daliniana. Más decisivos fueron para su formación, por una parte el impacto de las antigüedades prehispánicas que se conservan en el Museo Canario, y por otra los ejemplos de Paul Klee, de Miró y del Joaquín Torres-García de Universalismo constructivo, ejemplos entonces muy a la orden del día en los estudios españoles, y que en su caso fueron determinantes para la génesis de sus Pictografías canarias. De ese período de formación habla con profundidad el pintor -que escribía muy bien- en sus póstumas Memorias de infancia y juventud (1998). En 1957, Millares, que llevaba dos años incorporado a la escena madrileña, fue uno de los fundadores de El Paso, dentro del cual con Antonio Saura - pintor también doblado de escritor, y representado en Es Baluard por una obra que no he incluido en la presente selección- representó el ángulo más negrista. Grupo actuante hasta 1960, año en que se disolvió tras fuertes tensiones internas, lo cual no impidió que la casi totalidad de sus miembros siguieran trabajando con la misma galerista, Juana Mordó, que tras dirigir Biosca abriría, en 1964, su propia sala.

 

Impresionante siempre el modo millaresco de conciliar negrura y luz, construcción y destrucción, brutalidad y lirismo, modernidad y tradición, amor y odio, universalismo (los «homúnculos») y españolismo (el pudridero real escurialense). El políptico de 1967 que he escogido aquí es un perfecto ejemplo del período central del arte de quien iba a desaparecer cinco años después, en plena juventud, y cuando con sus Antropofaunas y Neanderthalios había iniciado un nuevo ciclo de su obra, más luminoso, y en el cual volvía a desempeñar un protagonismo importante su interés por la arqueología.

 

Siempre a propósito de El Paso, tenemos aquí un excelente ejemplo, expresivo y a la vez contenido, del arte de madurez de Luis Feito (Madrid, 1929), formado en San Fernando, pionero de nuestra abstracción con cuadros y papeles de raíz kleeiana, e instalado, de 1954 en adelante, en París, donde se ocupó de su obra la Galerie Arnaud, y donde en 1959 Pierre Restany -el futuro teórico del nouveau réalisme, y como tal el principal valedor de Yves Klein- le dedicó una monografía, donde inscribía su obra en la tradición española, tanto artística como literaria. No gusta Feito de una lectura de sus cuadros otra que la puramente pictórica, y aunque le motive grandemente la poesía, y especialmente la poesía española, ha sido reacio a cualquier presencia de la palabra en su pintura, algo que incluso le ha llevado a reducir los títulos a lo puramente numérico. Consecuentemente con esta posición, en 1959 su contribución al número monográfico El Paso de Papeles de Son Armadans, se titulaba escuetamente «Yo no quiero escribir»... Si en su producción de los años cincuenta, generalmente ordenada en torno a un núcleo central, dominan el negro, el gris, el blanco, el rojo, posteriormente la obra del madrileño se hizo más compleja, compositivamente, y más intensa, cromáticamente, como puede comprobarse ante esta composición en rojo, amarillo y negro.

 

En la perspectiva del diálogo entre el Viejo y el Nuevo Mundo, recordar que en 1960 Feito, Millares y Tàpies, fueron tres de los dieciséis artistas españoles seleccionados por Frank O?Hara, para la colectiva del MoMA de Nueva York «New Spanish Painting and Sculpture», que además de verse en esa pinacoteca, de la cual el poeta era curator, tuvo una larga itinerancia por los Estados Unidos, y que les abrió a los incluidos -entre ellos estaban también otros cuatro creadores también presentes en la colección de Es Baluard, Rafael Canogar, Modest Cuixart, Jorge Oteiza y Antonio Saura-, las puertas de muchas colecciones norteamericanas, tanto públicas como privadas.

 

Reino encantado el de Manuel H. Mompó (Valencia, 1927 - Madrid, 1998), formado en su ciudad natal, en San Carlos, europeo errante (París, Ámsterdam, Roma) durante los años cincuenta, y balear de adopción (Mallorca, pero también Eivissa) al final de su vida. Como para no pocos pintores españoles de la generación abstracta, importante fue para él, desde muy pronto, el ejemplo de Klee, del cual el primero en hablar aquí, en la posguerra, había sido un alemán expatriado, Mathias Goeritz, futuro miembro de la escena artística mexicana. Children?s Party (1959), cuyo título evoca el del maravilloso ciclo de Debussy Children?s Corner, es un lienzo muy característico de la primera etapa mompoiana, etapa de gran sutileza cromática y dibujística, de gran luminosidad, y en la cual sus temas están extraídos de la vida cotidiana, haciendo acto de presencia -lo vio y lo dijo muy bien el cineasta Luis García Berlanga, prologuista de excepción del catálogo de la individual de Mompó celebrada en 1958 en el Ateneo de Madrid- un humor más blanco que negro. Luego vendrían un mayor espíritu de síntesis, una mayor luminosidad, el recurso a una composición «en constelación», de estirpe netamente mironiana y en la cual en alguna ocasión aparecen letras o palabras... También la importancia concedida al blanco del lienzo o del papel, y a propósito de papeles hay que recordar una joya serigráfica como es el catálogo, de gran formato, de la individual que en 1966 le dedicó al pintor la Galerie Claude Bernard, de París. Frente a los negristas de El Paso, Mompó, entre cuyos coleccionistas figuró por cierto Hergé, el creador de Tintin, ha de ser considerado como un adepto de la España blanca azoriniana.

 

Pintor, ilustrador y escenógrafo, Manuel Mampaso (La Coruña, 1924 - Madrid, 2001), que había descubierto la modernidad artística en 1949, durante su primer viaje a París, es recordado por los historiadores de nuestro arte de la posguerra por sus colaboraciones en algunas de las revistas culturales del primer franquismo, así como en el semanario Blanco y Negro, y por su presencia en el Salón de los Once orsiano.

 

También por un interesante lienzo, Redes (1951), que fue uno de los más avanzados de cuantos aquel año se pudieron contemplar en la oficial pero decisiva Primera Bienal Hispanoamericana de Madrid, inaugurada por el propio General Franco, pero en la cual también participaban los de Dau al Set, y Millares con sus Pictografías canarias, y otros de quienes pugnaban, en medio de grandes dificultades, por devolverle al arte español un lugar en vanguardia. Mampaso, presente en 1953 en la Semana de Arte Abstracto de Santander, y dos años después en la Bienal de São Paulo, y en 1958 en el pabellón español en la Exposición de Bruselas, quedó luego algo rezagado respecto de los de El Paso. Sin embargo, el cuadro muy action painting que lo representa aquí, Rojo y negro 54 (1961), es interesante, y aguanta la comparación con los de coetáneos mucho más ilustres.

 

José Guerrero (Granada, 1914 - Barcelona, 1991) es, por parte española, la figura más extraterritorial de cuantas comparecen en la presente selección. Formado en la Escuela de Artes y Oficios de su ciudad natal, y en San Fernando, decisivas fueron para él sus estancias europeas (París donde se enamoró duraderamente del arte de Matisse, Londres, Bruselas, Suiza, Roma...) durante la inmediata posguerra mundial, época durante la cual practicó una figuración renovadora. Pero su destino sería a la postre, por casamiento, norteamericano. Incorporado en 1950 al melting pot neoyorquino -su primera sensación fue, según confesión propia, de vértigo-, allá trató a Willem De Kooning, Kline, Motherwell, Pollock y otros maestros del action painting, un idioma que él enseguida adoptó, con óptimos resultados, encontrando un eco en algunos de los críticos importantes, empezando por James Johnson Sweeney, tan receptivo siempre a lo hispánico. Tras su serie de finales de los años cincuenta «The Presence of Black», un gran momento de la obra de Guerrero fue el comienzo de la década siguiente, durante la cual visitó en numerosas ocasiones su país natal, y durante la cual sus lienzos abstractos se impregnaron más y más de ecos de su tierra andaluza. A partir de 1964 su obra se vio aquí, gracias sobre todo a Juana Mordó, y a Zóbel y su Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca, ciudad esta última donde el granadino neoyorquinizado tuvo casa, al igual que varios más de nuestros artistas de la generación del cincuenta. Este precioso papel guerreriano de 1971, en rojos y negros -colores muy suyos, y que acabamos de ver también en Mampaso-, pertenece a la serie de sus «Fosforescencias», en la cual elige un pretexto figurativo, y repetitivo, el de las cerillas, con las cuales construye frisos monumentales. Durante los años ochenta Guerrero se convirtió, debido a su condición de figura de enlace entre Madrid y Nueva York pero también a su matissianismo, en uno de los principales referentes de la nueva abstracción española, varios de cuyos protagonistas estuvieron en estrecho contacto con él, y así cabe recordar que en 1980 una de las recepciones madrileñas en honor de Motherwell, fue en el ático que el granadino tenía en Serrano esquina a María de Molina. El período final de su producción, no todo lo conocido que debiera serlo, constituye una región de extrema intensidad, sobre todo desde el punto de vista cromático, región en la cual se manifestó -sobre todo en sus lienzos de mayor formato- como un creador especialmente libre, y heredero de Matisse.

 

Creador que en los Estados Unidos se encuentra necesitado de un relanzamiento.

 

Erwin Bechtold (Colonia, 1925), formado en su ciudad natal, llegó a España en 1951, procedente de un París donde a lo largo del año anterior había estudiado en la academia de Léger, ya citada a propósito de su paso por ella de Nicolas de Staël y Sam Francis. Barcelona fue durante un tiempo su ciudad de residencia, en la cual participó en la apasionante aventura del incipiente informalismo catalán -uno de quienes apoyaron entonces su trabajo fue Cirlot-, además de consolidar su otra vocación, la de grafista, un grafista que en su ciudad natal había aprendido mucha tipografía en la imprenta familiar, y que durante largos años trabajaría para Destino y otras editoriales importantes. Pero pronto, en 1954, Bechtold descubrió la maravilla de Eivissa, ya aludida a propósito de Wols y de Mompó, y terminó retirándose en ella -primero en la capital, y luego, de 1958, en una casa autoconstruida, en Sant Carles-, y participando en el histórico grupo plurinacional Ibiza 59, significativo de una época en que la isla empezaba a ser uno de los territorios más cosmopolitas de Europa. Bild Fläche in der Fläche (1990) es un cuadro construido sobre la combinación del negro y el blanco, un cuadro esencial y despojado, representativo de la madurez de un pintor metódico y ordenado, pero que siempre ha sabido conciliar estructura, y un fondo orgánico, intuitivo, oscuro; de un pintor cuya obra ha sido objeto de varias monografías y retrospectivas, en sus dos países, y por supuesto también en su archipiélago.

 

Asimismo alemán de nacimiento e ibicenco de adopción, Frank El Punto (Maguncia, 1909 - Eivissa, 1972) se llamaba en realidad Frank Ludwig Schaefer. En 1949, él también vivió la experiencia liberadora de París. Llegó a la isla en 1955, instalándose en el barrio de Dalt Vila, y exponiendo en El Corsario, la galería que lanzó al citado grupo Ibiza 59, al cual sin embargo él no perteneció. Interesante el cuadro de 1960, terroso y plenamente informalista y gestual, que aquí representa a este pintor gestual, muy influenciado por los norteamericanos, especialmente por el muy arquitectónico Franz Kline. Gracias al apoyo de Areán, El Punto fue expositor él también en el Ateneo de Madrid, en 1963. El Museu d?Art Contemporani d?Eivissa le dedicó una retrospectiva al año siguiente de su fallecimiento, mientras ?Sa Nostra? organizó otra en 1998.

 

Un tercer y último ibicenco -este de nacimiento- presente en esta selección, es Rafael Tur Costa (Santa Eulària, 1927), con un cuadro de 1975. La obra de este pintor que también escribe -concretamente, en 2008 publicó, con notable eco, sus recuerdos infantiles sobre la guerra civil en su isla natal-, y que ha visto glosado su trabajo por Marià Villangómez, por Alexandre Cirici Pellicer o por Antoni Marí, es silenciosa, y de carácter espacialista, y por lo tanto de dominante blanca y luminosa: blanco de cal, blanco de la arquitectura popular -tan del gusto, en los años treinta, de los del GATEPAC, o de Raoul Hausmann, o de Erwin Broner- de su isla. En 1965, encontramos a Tur Costa entre los expositores en la variopinta colectiva de la Galería Ivan Spence «Ibiza 65», en la cual también participaron el francés Martin Barré, Bechtold, Broner, el misterioso ruso-francés Pierre Dmitrienko, Mompó y Saura, entre otros: toda una época.

 

3

 

Entre las obras que he escogido para esta segunda mitad de la muestra, una de las más difíciles de ubicar, y por eso empiezo por ella, es It?s a Long Wait (1998-2002), del australiano -formado en California, donde sigue teniendo una de sus residencias, mientras la otra está en Venecia- Lawrence Carroll (Melbourne, 1954), un pintor relativamente secreto todavía, de cuadros en ocres y blancos -de nuevo el blanco, omnipresente en pintura, hoy, como lo fue en los fifties-, cuadros cuya densidad puede ser comparable con la que tensa los de Cy Twombly, otro italiano de adopción; un pintor cuya preocupación por la materia remite a una memoria distinta de la de otros artistas de su generación, menos pendientes de estas cuestiones, que los de la posguerra; un pintor cuyos cuadros y construcciones, sin embargo, y como sucede en el primer Tàpies, terminan teniendo una presencia inmaterial; un pintor del silencio, a propósito de cuya poética la crítica ha citado -aunque el benjamín no pinte naturalezas muertas propiamente dichas- a Giorgio Morandi; un pintor que en Palma han enseñado Altair y Xavier Fiol, en 2002 (año en que también lo presentó, en Barcelona, Carles Taché, que volvió a hacerlo en 2004) y 2005.

 

Las cinco otras propuestas que en esta exposición completan el paisaje de las nuevas abstracciones internacionales, son alemanas las cinco. Sus autores, por orden alfabético: Helmut Dorner, Günther Förg, Imi Knoebel, Jürgen Partenheimer y Peter Zimmermann. Cinco propuestas para un tiempo postexpresionista, a propósito del cual hay que recordar lo magníficamente representada que está en Es Baluard la obra de Anselm Kiefer, el máximo representante de la fase neoexpresionista del arte alemán.

 

A Günther Förg (Fuessen, 1952), formado en Munich, donde ha sido profesor, y cuya obra fotográfica fue objeto, en 1998, de una retrospectiva que se vio sucesivamente en el Palacio de Velázquez y en el IVAM, lo representan aquí Carles Taché en Barcelona y Heinrich Ehrhardt en Madrid. Este cuadro monumental, de dominante roja, y de 2007, no pertenece a la fase más característica -postminimalista, entre neogeométrica y neosublime, neorothkiana, influenciada también por la poética de su compatriota Blinky Palermo- de su trabajo, sino que es un ejemplo de cómo, estos últimos años, ha tendido hacia un arte más impresionista, luminoso, retiniano, libre, incluso diríamos -y en absoluto peyorativamente- «ligero». Algunos de los cuadros recientes de Förg -por ejemplo, los muy monumentales y de formato muy horizontal, panorámico, que este mismo año integraron su individual en la Galerie Bärbel Grässlin de Frankfurt-, se ubican en la tradición monetiana evocada al comienzo de este texto, a propósito de pintores fifties como Sam Francis, Joan Mitchell o Riopelle. Fuera de campo queda aquí por lo demás, pues no está representado en la colección, el aludido trabajo paralelo del pintor en el ámbito de la fotografía, trabajo centrado en una personalísima deriva urbana, y relectura, de la tradición arquitectónica de lo moderno, y especialmente del trabajo de algunos pioneros rusos, italianos, y alemanes, incluyendo entre estos últimos a aquellos que construyeron barrios y edificios Bauhaus en Tel Aviv o Ankara. (Tradición arquitectónica de lo moderno que, dicho sea de paso, encarnaron en las Illes Balears, entre otros, y como se ha indicado a lo largo de las líneas precedentes, tres compatriotas de Förg: Hartung en Menorca, y Broner y Bechtold, en Eivissa.) Imi Knoebel (seudónimo de Klaus Wolf Knoebel, Dessau, 1940) fue discípulo de Joseph Beuys en la Staatlichen Kunstakademie de Düsseldorf, y durante un tiempo compañero de taller de dos de sus condiscípulos, Jörg Immendorf, y el recién citado Blinky Palermo, con el cual en 1974 visitó la capilla rothkiana de Houston, y al cual dedicó, tras su temprana muerte, acaecida en 1977, su serie «24 Farben - Für Blinky», que se conserva en Nueva York, en la Dia Art Foundation, donde en 1987 se celebró una muestra conjunta Beuys/Knoebel/Palermo. El arte de Knoebel uno lo descubrió cuando lo trajo, al Madrid de 1981, Heinrich Ehrhardt, de nuevo, que por aquel entonces iniciaba, en un espacio del barrio de Salamanca, su primera aventura española como galerista. Knoebel se nos apareció, en aquel momento, como un pintor más abstracto y más interesado por la geometría de lo que solían serlo sus compatriotas; un pintor, además, con veleidades rockeras, algo que confirma, en el campo de la obra, en piezas en homenaje a Bill Haley o John Lennon. Sucesivas exposiciones, las más importantes de las cuales han tenido lugar en Valencia -en el IVAM en 1997, y en la Fundación Bancaja en 2008-, han permitido que el público español conociera su evolución, la de «un titiritero mágico» (muy despierto) que mueve los hilos de la historia del arte abstracto de los años ochenta, y hace bailar de nuevo como nunca al arte abstracto (Rudi Fuchs en el catálogo del IVAM). El monumental -más de tres metros de ancho- y rutilante Revolver (2003), construido en aluminio, es una obra impactante, muy característica de su modo de practicar un neoconstructivismo y postminimalismo con una honda preocupación por el color.

 

Heredero de la tradición bauhausiana de Joseph Albers o de Johannes Itten, de la que tuvo primera noticia a comienzos de los años sesenta, cuando estudiaba en la Werkkunstschule de Darmstadt, de la que terminaría siendo expulsado, Knoebel fue postminimalista en sus Linienbilder (1966), utilizó la luz real en sus proyecciones de finales de aquella década, reflexionó sobre Mondrian y su uso de los colores primarios, sobre Malevich -homenajeado explícitamente en una pieza de 1991-, sobre Ellsworth Kelly, sobre Donald Judd...

 

Objeto él también de una retrospectiva en el IVAM -en su caso, en 1998-, y de otra, al año siguiente, en el CGAC de Santiago de Compostela, que además del correspondiente catálogo editó una antología de su obra escrita, Jürgen Partenheimer (Munich, 1947) es un buen conocedor de nuestra cultura, como lo demuestra el que tratara tempranamente a Fernando Zóbel -en ese contexto lo conoció, en Cuenca, el firmante de estas líneas-, o que en el Madrid de 1991 Elba Benítez le editara un libro de bibliofilia, Raíz de lo cantable, donde diez de sus linograbados coexisten con poemas de José Ángel Valente, tan próximo siempre al mundo de las artes plásticas. Pintor y escultor doblado de intelectual, e interesado también por la música -tiene una serie inspirada en Morton Feldman-, Partenheimer ha publicado, cuidando siempre mucho todos los aspectos de su producción, numerosos libros, entre los cuales por mi parte me gusta especialmente uno aparecido en 2007: COPAN, diario íntimo del mes que, dos años antes, había pasado en São Paulo, en el edificio de Oscar Niemeyer aludido en su título, preparando una exposición para la Pinacoteca do Estado. Como un poste de señales, esta escultura vertical, Weiser (1999), constituye un buen ejemplo de la relectura partenheimeriana de la gran tradición constructivista, compatible con él -y ahí estaría la principal diferencia con Knoebel- con el interés por el dibujo, por lo gestual, por las formas breves, y con esa pasión ya aludida por la palabra, por la poesía.

 

Helmut Dorner (Gengenbach-Baden, 1952), formado en Dusseldorf, donde fue discípulo de Gerhard Richter, y hoy él mismo profesor en Karlsruhe, es otro nombre importante de la escena alemana contemporánea, y otro nombre más que los españoles le debemos al incansable Heinrich Ehrhardt. I-Ruption, cuadro de 2007, de fuerte presencia objetual, como suele ser habitual en él, es significativo de su modo de trabajar distanciado, sobre soportes de metacrilato, con una mezcla de ortogonalidad y temblor, con superficies de una gran belleza y luminosidad, lacadas, animadas por escasos «incidentes»: constelación de signos, de comas, de acentos, de grumos..., que en esta ocasión le otorgan a la pieza un cierto aire barroco.

 

Peter Zimmermann (Freiburg im Breisgau, 1956), aquí representado por el monumental Pond I (2006), es el más distanciado y artificialista de los pintores incluidos en la segunda mitad de la presente muestra, alguien en cuyo trabajo, y en este caso también Richter es una referencia a tener en cuenta, el expresionismo abstracto y el rumor del mundo -en su caso, imágenes sacadas de internet, y trabajadas con photoshop- quedan como congelados bajo superficies impolutas de resina. Zimmermann, formado en Stuttgart, y residente desde 1984 en Colonia, en la Kunsthochschule für Medien de la cual fue profesor entre 2002 y 2007, ha expuesto, en 2006, en la Galería Distrito 4 de Madrid y, bajo el significativo título Capas de gelatina -alusivo a los procesos técnicos en juego en su obra, de gran efecto decorativo y gran rutilancia cromática, y que tiene un acabado casi de objeto industrial, algo que también es cierto en el caso de sus esculturas- en el Centro de Arte Contemporáneo de Málaga, uno de los museos españoles más atentos a los últimos desarrollos de la pintura europea y universal, y que por ello mismo ha prestado especial atención a la pujante escena alemana. Habiendo mostrado también su trabajo, en 2008, en la Galeria Horrach Moyà, de Palma.

 

Volviendo a España, hay que insistir en el hecho, ya apuntado al comienzo de estas líneas, de que para nuestra generación, educada en el Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca, el expresionismo abstracto constituyó una referencia fundamental. Estrechos fueron los lazos de los pintores surgidos durante los años setenta y ochenta en Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla y otras ciudades, con algunos de sus predecesores de la generación del cincuenta, como pueden ser José Guerrero, Albert Ràfols Casamada, Antonio Saura, Gustavo Torner o Fernando Zóbel.

 

Esto, unido al ya aludido interés de los nuevos por el ejemplo de los grandes de la escena norteamericana fifties, varios de los cuales han sido objeto de retrospectivas en la Fundación Juan March (Willem De Kooning en 1979, Adolph Gottlieb en 2001, Motherwell en 1980, Rothko en 1987), en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (Sam Francis en 2000, Philip Guston en 1989, Kline en 1994, Motherwell en 1997, Clyfford Still en 1992, Tobey en 1997) o en Valencia, en el IVAM (Willem De Kooning en 2001, Philip Guston en 2001, Joan Mitchell en 1997), explica el que coexistan tan bien, en la presente muestra, los pintores de una y otra generación.

 

En 1972, José Manuel Broto (Zaragoza, 1949), formado en la Escuela de Artes y Oficios de su ciudad natal, trasladó su residencia a Barcelona. Ahí su actividad en pro de la pintura-pintura, ya iniciada en Zaragoza, contó con el decisivo apoyo de Tàpies, que colaboró, por ejemplo, en su efímera revista Trama, y que lo introdujo, al igual que al resto de sus compañeros de redacción y de grupo, en Maeght-Barcelona. El veterano y el recién llegado, coincidían en su defensa de la pintura como una actividad plausible, frente a los conceptuales, muchos de ellos pertenecientes como ellos al PSUC, que consideraban que se trataba de algo a extinguir, y de que el futuro pertenecía a los nuevos medios. El cuadro de 1984, de grandes dimensiones, luminoso, de dominante azul, y con cierta configuración paisajística, que enseño aquí, es muy representativo de uno de los grandes momentos de la pintura brotiana, momento de plenitud en el cual se libera del sistematismo postminimalista de su etapa anterior, para, en gran medida reflexionando sobre la obra de los más efusivos de los norteamericanos (entre ellos, Sam Francis), producir cuadros monumentales, potentes, en los cuales un idioma abstracto coexiste con pretextos figurativos elementales. La exposición de arranque de ese gran momento tuvo lugar en 1981, en Maeght-Barcelona, con catálogo prologado por el firmante de estas líneas («Bajada de la Gloria»: las señas del estudio del pintor, en una ladera de la Barcelona alta), mientras Cirici Pellicer hacía otro tanto con el otro expositor paralelo en aquel fantástico espacio, un Ferran García Sevilla que dejaba atrás el conceptualismo, para entregarse él también a la batalla del cuadro. Otra de las grandes comparecencias de Broto en solitario, fue la que celebró en 1987 en Madrid, en las amplias estancias del desaparecido Museo Español de Arte Contemporáneo; la misma muestra pudo contemplarse luego en un edificio histórico como la Lonja de Zaragoza.

 

Interesantísimas fueron, algo después, sus variaciones sobre compositores por él amados -entre ellos, Claude Debussy, Érik Satie y Maurice Ravel-, algunas de ellas enseñadas por la Diputación de Huesca en 1992. Hoy residente en Mallorca, Broto, cuya pintura de los ochenta fue un faro para muchos que vinieron después -y especialmente para la mayoría de los dieciocho pintores que Santos Amestoy, al reunirlos en 1996 en una colectiva madrileña celebrada en el MEAC, calificaría de Líricos de fin de siglo-, lleva años protagonizando un arte más enfriado y distanciado, en cuyo proceso de producción intervienen las nuevas tecnologías.

 

Compañero de Broto en aquel grupo de la pintura-pintura, que pronto se disolvería, Xavier Grau (Barcelona, 1951) se formó en Bellas Artes en su ciudad natal, en Sant Jordi, donde posteriormente sería profesor, como lo serían García Sevilla o Susana Solano. Hermoso cuadro La parada (1981), pintado en uno de los grandes momentos del trabajo grauiano, aquél en el cual tras la Cuaresma pintura-pintura, reaprendía las seducciones del color, de un color exquisito, protagonista principal de su primera individual, celebrada en el Madrid de 1979, en Buades, con catálogo prologado por Broto. Sucesivas exposiciones barcelonesas en Maeght, Carles Taché o Miguel Marcos -las mismas galerías con las que trabajó por cierto Broto, y la primera de las cuales también enseñó en solitario el trabajo de Gonzalo Tena-, han permitido comprobar el talento de este pintor de pocas palabras, amigo de resolver intuitivamente, y que fue uno de los Líricos de fin de siglo, entre los cuales figuró otro pintor con obra en Es Baluard, José Manuel Ciria. «Celebración de la pintura» titulé, en 2008, una exposición de Grau que comisarié para la Diputación de Zaragoza, y que pudo contemplarse en el venerable marco del Monasterio de Veruela.

 

De Miguel Ángel Campano (Madrid, 1948), que sufrió la influencia de los conquenses -especialmente de Gustavo Torner- y que fue uno de los primeros artistas españoles de su generación en elegir París como destino -aunque lo cierto es que ha regresado a España, y apenas ha expuesto, ni antes ni ahora, en la capital francesa, a diferencia de lo que ha sucedido en el caso de Barceló, de Broto o de Sicilia-, siempre recordaremos su deslumbrante individual de 1979 en la sala grande que entonces tenía Juana Mordó en General Pardiñas, en la cual la muestra anterior había sido nuestra polémica colectiva «1980», en la cual Broto y el propio Campano habían participado junto a otros pintores -abstractos como ellos los unos, y figurativos los otros- que Ángel González García, Quico Rivas y el firmante de estas líneas, habíamos elegido como representativos de una nueva generación española. La de Salónica defendía entonces la pintura de Campano, lo mismo que la de Guerrero, referencia esta última muy importante para el benjamín, algo que años después reflejaría la preciosa exposición «Rojo de cadmio nunca muere», celebrada en 2002 en el centro granadino que lleva el nombre del inolvidable pintor hispanonorteamericano, con el cual por lo demás el madrileño había vuelto a coincidir, al final de la vida del senior, en Carles Taché. Apoyándose en el soneto «Voyelles» de Arthur Rimbaud, en los cuadros de las Estaciones del año de Nicolas Poussin que se conservan en el Louvre, en Eugène Delacroix, en las Sainte Victoire de Cézanne, en el tema tan gravemente español de la vanitas o en el paisaje de Mallorca, entre otros pretextos, Campano ha dado siempre una soberana y siempre renovada lección de pintura. Subash 20.9.94 (1994) constituye un buen ejemplo de un período más reciente de la pintura del madrileño, período más abstracto, en el cual reduce al mínimo tanto la gama cromática (aquí: negro sobre blanco, dentro de un planteamiento que tiene algo que ver con el del Richard Serra grabador), como los esquemas compositivos. Más recientemente, Campano, sin dejar la abstracción, ha retornado a sus cromatismos encendidos.

 

José María Sicilia (Madrid, 1954), formado en San Fernando, y que ha pasado la mayor parte de su vida entre París y Mallorca, es una de las voces más personales de su generación española. Empezó en clave neoexpresionista -objetos de uso cotidiano, visiones del París sombrío y melancólico donde lo conocimos gracias a Campano-, pero luego tendió al despojamiento y a la inelocuencia. Auténticamente memorables han sido a mi modo de ver las dos exposiciones que presentó, con casi una década de intervalo, en el Palacio de Velázquez madrileño. En la de 1988, que venía de un lugar entonces prestigiosísimo, mágico, como era el CAPC de Burdeos, y que iría al desaparecido Centro del Carmen del IVAM, y me parece que a algún otro espacio de la península, presentaba sus Flowers de formato monumental, ocres, grises, blancos, rojos, negros, en las cuales las enseñanzas fifties (Tàpies, Clyfford Still) se combinaban con una lúcida relectura de la tradición suprematista (Kazimir Malevich) y sobre todo unista (el polaco Wladyslaw Strzeminski, cuyos escritos le interesaban tanto como sus cuadros). En la de 1997, mallorquinamente titulada L?horabaixa, se adentraba como a tientas en una región de luz y silencio, también con no pocas referencias florales. Este lienzo sin título de grandes dimensiones, de 1989, matérico y blanco, constituye un buen ejemplo del arte de Sicilia, cuyo ciclo en ocres y oros La luz que se apaga (1995-1996), integrado por once piezas de óleo y cera sobre madera, y que compré para el IVAM, presenta paralelismos con la capilla de Rothko en Houston, a la cual acabo de hacer referencia a propósito de la visita a ella de Knoebel y de Palermo.

 

A Ferran García Sevilla (Palma de Mallorca, 1949), barcelonés de residencia e historiador del arte de formación, los más veteranos lo recordamos como un conceptual especialmente interesado en la dimensión lingüística de su trabajo, y que en cambio, a diferencia de la mayoría de aquellos con los cuales coexistía en la escena barcelonesa de los años setenta, se preocupaba poco por que su arte llevara huella de un compromiso político que por lo demás, durante el franquismo, no había rehuido. También recordamos sus escritos, los de un discípulo de Cirici Pellicer, el padrino, ya lo he dicho, de su retorno a la pintura, en su condición de prologuista del catálogo de aquella individual de 1981 en Maeght, paralela a la de su compañero de generación y amigo Broto; individual que acusaba el impacto de los norteamericanos de la posguerra y de Tàpies, pero también del neoexpresionismo alemán; individual que saludamos efusivamente quienes vimos en esa conversión, un hecho relevante por lo que tenía de simbólico. Componente esencial del trabajo del mallorquín, entonces y siempre, ha sido un humor feroz, de estirpe a la postre mironiana, algo que queda claro ante Sama 66 (1991), un cuadro de gran formato, basado en los colores primarios, sobre los cuales se despliega una trama de signos dispersos.

 

Mencionar por lo demás que estamos ante un artista a-sistemático, y sin embargo absolutamente obsesivo, extremadamente voraz, interesado por los aspectos más variados de la cultura literaria y sobre todo visual, incluido el mundo oriental, dentro del cual le fascina especialmente la India.

 

Juan Uslé (Santander, 1954), formado en San Carlos, en Valencia, y residente desde 1986 en Nueva York al igual que su mujer, la valenciana y también artista Victoria Civera, es otro pintor abstracto español revelado a finales de la década de los setenta, en su caso por Manolo Montenegro, galerista gallego afincado en Madrid, tempranamente desaparecido, y que realizó una gran labor como detector de nuevos talentos. Magnífica fue la serie de cuadros usleianos inspirados en el universo de Julio Verne, y concretamente en las aventuras submarinas del Capitán Nemo; cuadros impregnados de sentimiento marino, y de una respiración ancha, que representan uno de los mejores ejemplos de cómo se retomó, en nuestros ochenta, el hilo de ciertas propuestas fifties internacionales. Luego vendrían el peculiarísimo modo que ha tenido Uslé de conciliar una construcción de raíz postminimalista -patente en este monumental cuadro en grises, Soñé que revelabas IV (2000)-, y una intuición cuyo cultivo hace de él uno de los pintores más poetas del momento presente; su humor que le debe no poco al de Joan Miró, nuevamente, un nombre cuya memoria es uno de los nexos más claros que unen a los de los ochenta con los de los cincuenta; su gran inventiva formal y conceptual, que le lleva a veces a lo teatral; y por último, su voluntad de conciliar, como Förg, como Ed Ruscha, como Sean Scully, o como Twombly -cada cual a su modo-, pintura y fotografía, una fotografía en su caso casi siempre abstracta, pero reveladora de en qué aspectos de lo real (tramas, persianas, sombras) va a fijarse.

 

He mencionado el Palacio de Velázquez del Retiro madrileño, a propósito de las dos individuales que en él celebró Sicilia, y de la de Förg. Como dato generacional, mencionar el hecho de que ese fue también el escenario de otras exposiciones asimismo inolvidables, y que marcaron una época, de Miquel Barceló (1985), Broto (1996), Campano (1999), Ferran García Sevilla (1989) y Uslé (2003), entre otros -por sólo referirnos a españoles, por cierto que salvo García Sevilla, todos ellos residentes la mayor parte del tiempo en el extranjero-, y de la aludida colectiva internacional de Enrique Juncosa Nuevas abstracciones (1996), en la cual figuraron Broto, Dorner, Förg, García Sevilla, Grau y Uslé, además de otros pintores no presentes en «Rumor del mundo».

 

Hijo y nieto de pintores, Lluís Lleó (Barcelona, 1961) es otro español que eligió Nueva York -en su caso, en 1989- como lugar de residencia, aunque durante los veranos trabaje en su estudio del Ampurdán. El monumental Matern (1999) es uno de los cuadros suyos que conozco que más me ha impactado. Su carácter de fresco, técnica en la cual Lleó ha llegado a ser un consumado maestro, se explica por su interés, desde su juventud, por el románico catalán, y especialmente por el legado del mismo que, recuperado de las paredes de las iglesias pirenaicas, se conserva en la ciudad natal del pintor, en el MNAC. La actitud que deja patente un cuadro como este es netamente neoexpresionista abstracta, propoética de lo sublime, inelocuente, trascendente, término este que empleaba a propósito del trabajo de Lleó, Jaume Vidal Oliveras, reseñando en El Cultural su individual de 2002 en la Galería Carles Taché, una vez más. Miguel Fernández-Cid, por su parte, ha hablado de su fe en la pintura, y del misterio que emana de la suya. A la vez, en el trabajo más reciente del pintor comparecen otros ingredientes, otros intereses: sabemos, por ejemplo, que le apasionan un preminimalista como Ellsworth Kelly, y un escultor esencialista y organicista como Isamu Noguchi. Siempre por el lado de lo constructivo, hay que recordar que en 2001 una exposición celebrada en un espacio universitario neoyorquino confrontaba su trabajo con el de César Paternosto, geómetra sensible argentino, nacido en La Plata en 1931, y que tras pasar largos años en Manhattan, hoy reside en Segovia. En 2009 Lleó ha pintado, siempre al fresco, un tragaluz para los Zocos de Beirut, de Rafael Moneo.

 

De Ramon Canet (Palma de Mallorca, 1950) he escogido un impactante cuadro sin título, de dos metros y medio de ancho, de 2004. Canet, nacido al mundo del arte durante los años setenta, y formado en Barcelona, en Sant Jordi, él también, es pintor potente, que en el campo de la gráfica, ha realizado además un gran trabajo con su taller de litografía 6a. Primero expresionista abstracto, motherwelliano - como al norteamericano, y como a Miró, tan admirado por aquél, y por él mismo, le fascina especialmente el azul-, con el paso del tiempo ha ido adelgazando, geometrizando, minimalizando su propuesta, una de las más rigurosas de la actual escena española. La Sala Pelaires, el Museu de Mallorca, la Llotja y el Casal Solleric - en dos ocasiones, la primera en 1992 y bajo el título «Vint anys d?abstracció», y la segunda en 2006, y con catálogo prologado por Carlos Fuentes: «Anoche soñé que entraba en un cuadro de Ramon Canet»-, han sido escenario de algunas de las muestras palmesanas del pintor, que hoy es miembro de la Reial Acadèmia de Belles Arts de Sant Sebastià.

 

Con Ñaco Fabré (Palma de Mallorca, 1965) y su aéreo y sutil Entre sueños y certezas (2007), terminamos el recorrido, volviendo a un clima bastante fifties. Signos, grafías, esgrafiados pueblan la superficie de los cuadros y de los papeles y de los monotipos (Autour de Montsouris) de este pintor formado en Artes y Oficios, compañero de Academia de Canet, y de cultura muy francesa, que es también un incansable dibujante, y que, muy coherentemente, tituló «Micro-monde» su individual de 2000 en la galería bordelesa Arrêt sur l?Image. Asimismo reveladores son los títulos de las dos individuales madrileñas que ha celebrado hasta la fecha, ambas en Astarté: «Terrain vague» (2003) y «Memoria del paseante» (2005). Todo ello, además de remitir a lo urbano, se inscribe en la tradición de Klee, Wols, Tobey o Michaux, poeta-pintor este último en el cual lo cierto es que pensé, la primera vez que contemplé en directo pinturas del mallorquín. Sobre Ñaco Fabré han escrito poetas como Enrique Juncosa o José-Carlos Llop; gracias al segundo, sin haber estado en ella conozco la casa del pintor en El Terreno. Domina aquí, una vez más, el blanco, en espacios desolados, despojados, extremos, sobre los cuales baila el dibujo. Tampoco faltan en su obra, aquí y allá, los elementos geométricos.

 

y 4

 

A propósito de Förg, de Knoebel, de Partenheimer, de Sicilia, y en menor grado, de Broto, de Canet, de Ñaco Fabré, de Lleó o de Uslé, he aludido a la tradición de la geometría, hoy revisitada, en menor o mayor grado según los casos, por todos ellos, y por otros de sus colegas. Pese a casos aislados como los de Jorge Oteiza, Pablo Palazuelo, Eusebio Sempere, el Equipo 57, Manolo Calvo, José María de Labra, José María Iglesias, o luego algunos artistas de la Nueva Generación aguirriana, esta línea ha tenido, en nuestra escena, escasa fuerza. El neoplasticismo holandés, el constructivismo ruso, el estilo Bauhaus, constituyen hoy referencias clave para los nuevos geómetras, pero asimismo para otros que difícilmente pueden ser calificados de tales. También se revisitan las propuestas minimalistas, y un poco más atrás en el tiempo, las realizaciones constructivas de una posguerra europea en la cual, en pugna con los informalistas y los expresionistas abstractos, trabajaron artistas constructivistas -en mayor o menor grado, y cada cual con sus matices- hoy revisitados y revalorizados, como pueden ser Olle Baertling, Max Bill, André Bloc, Antonio Calderara, Geneviève Claisse, Jean Dewasne, Camille Graeser, Gottfried Honegger, Verena Loewensberg, Richard Paul Lohse, François Morellet, Richard Mortensen, Aurélie Nemours, Luc Peire, Bridget Riley, Nicolas Schöffer o Victor Vasarely, sin olvidar al Ellsworth Kelly de los años franceses, ni a latinoamericanos afincados de por vida en París como Carlos Cruz Díez, Julio Le Parc, Jesús Rafael Soto o Luis Tomasello, presentes los tres primeros, al igual que el citado Paternosto y que muchos otros artistas de esa tendencia esparcidos por las distintas repúblicas que integran el Nuevo Mundo, en la excepcional muestra de la colección de Ella Fontanals-Cisneros que ha podido contemplarse este mismo año en Es Baluard.

 

Apenas está representada esa tradición en el museo palmesano, y sin embargo hay que hacer referencia a ella, porque, a contracorriente, constituyó parte importante del paisaje fifties, y ahora constituye, tanto o más que la vertiente informal, una referencia histórica para un creciente número de artistas jóvenes, a nivel internacional, pero también en España.

 

 
Imágenes de la Exposición
Manuel Hernádez Mompó, Childrens Party, 1959

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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