Regresa Luis Manuel Fernández a la ciudad de Gijón con sus visiones de Sevilla; en esta ocasión, a través de la ensoñación de sus jardines. No en vano, nos acerca fragmentos de su jardín clandestino, reservado y subjetivo. Un jardín reposado, sentido, transformado ya en mental, donde el alma encuentra su medida. En él se adentró el pintor hace más de veinte años y ahora nos lo descubre enriquecido; en realidad, vivificados ambos: jardín y artista.

Como los conocemos, sabemos que son rincones del Alcázar y del Parque de María Luisa sevillanos. Pero da igual qué jardín sea, éste se ha trocado en sentimiento, remembranza. Desechados los elementos más representativos y difundidos de ellos, se nos revela la atmósfera misteriosa de ese recinto íntimo del que el autor se ha apropiado, haciendo suyos los sonidos, los aromas, las luces y las sombras. Quedan en los lienzos la vaguedad ... y la fascinación que reflejan los paisajistas románticos o los poetas, pintores y músicos de ese "otro Romanticismo europeo", como denominó Octavio Paz al Simbolismo.

En las armonías lumínicas y cromáticas nada es discordante ni monótono. Ni cuando reproduce los espacios ordenados y geométricos de setos recortados, en los que insiste frecuentemente; ni en los rincones inconcretos y sugerentes, casi abstracciones, en donde no hay detalles sino largas pinceladas y manchas de color, insinuaciones de un simbolista que no precisa de símbolos.

Y, al final, el jardín nos conmueve, nos habla en el silencio, como hablaba a Juan Ramón Jiménez. También Luis Manuel se ha convertido en poeta y nos ha transmitido su emoción, sus nostalgias; nos ha abierto su propia alma a través de la cual descubrimos el alma del jardín.